martes, 12 de diciembre de 2006

cali es cali, lo demás no es cali

El bus de expreso bolivariano salió a las 10:20 p.m. Siete personas y una botella de aguardiente llanero enfilábamos nuestras perspectivas de una noche sin dormir hacia el fin último de llegar a Cali para ver el festival de performance. Unos como participantes y otros en calidad de simples chismosos sorteamos las 10 horas de intenso aire acondicionado y curvas de vómito en la línea.

A las 8 de la mañana llegamos al Terminal. La botella de llanero y una posterior de tapa roja habían hecho algo de estragos en nuestros organismos. Desayunar no fue lo mejor que pudimos hacer, y los turistas nunca deberían intentarlo en los locales que rodean a las estaciones de transporte intermunicipal. La comida, si así podía llamarse, no hacía honor a las leyendas de fabulosas marranitas y exquisitos cholados, sustituidos por un grasoso arroz con huevos pericos y un café con leche que no tenía café ni leche pero sí rastros múltiples de haber sido servido y reservido en pocillos nunca tocados por el agua y el jabón.

A pesar de todo, el día avanzó y nosotros, en calidad de chismosos y artistas participantes pero no invitados, llegamos con nuestras maletas a un hotel de medio pelo cerca de la plaza de Caicedo. El sitio era, al parecer, el escampadero gay de Cali. Nada de hotel Aristi ni tiquetes aéreos; el festival más allá de todas las ganas de nuestro grupo se enfrentaba a un primer escenario de estatus: ¿estás en el Aristi, o estás en nada?

Claro, yo nada que ver. Ya era mucha gracia haberme escapado de mi antiguo trabajo en la tiendita bogotana de souvenires para turistas con el único objetivo de ver quién se amputaba qué o quién hacía qué con su propia caca en esta entrega del festival. O claro, ver si de repente algo distinto me saltaba encima para hacerme tragar mis palabras.

El día de mi llegada algo había pasado ya, así que desconozco la programación del día uno y el dos, pero el tres me dejó un sabor agridulce.

Por la tardecita, en la plazoleta del CAM, alguien empujaba una caja fuerte y le pedía monedas al público hasta que fue sustituido por unos rolitos que se dedicaron a bañar gamines y sembrar cizaña alrededor de los figurones del arte caleño y del lifestyle traqueto. La gente creía al comienzo que era una broma para También Caerás, pero luego el ambiente ya no era chistoso y sí más bien rancio. Indigentes limpios y almorzados vistiendo camisetas blancas que decían “Obra Social” rodeaban la plaza mirando a ver si podían ganarse un almuercito de más a costa de las artistadas de la excursión cultural de rolos y extranjeros. Porque claro, aunque yo no los vi, por ahí rondaban los de Gasworks, los de Metal y los del Príncipe Claus viendo qué panorama se perfilaba en medio de la pobreza de la escena performera colombiana. El ambiente se relajó cuando se fueron los gamines y llegaron los rimembers a hacer covers rockeros con su chambonada de siempre. Satisfaction y My Generation le sacaron risas, y una que otra moneda, al público de la plaza.

Con la cosa así, ya no quedaba mucho y como siempre pasa en estos eventos, el eje de la actividad se desplazó a uno dos y tres bares distintos para tomar cerveza, socializar con desconocidos a los que maravilla todo lo que pasa en el trópico y terminar rajando de los chistecitos de artistas y de lo que dijeron Oscar y Sally y Wilson y Fernando y todos los demás. Porque, quiérase o no, así es el mundillo del arte. Como todos los demás. El concierto de El Cantante en Zaperoco bar fue un buen marco para irse emborrachando hasta perder los pocos escrúpulos que le quedaban a las malas lenguas del festival. Aunque el sabor indefinible del aguardiente blanco del Valle no emocionara demasiado a la concurrencia. Por favor, produzcan uno que se llame Negro.

Al día siguiente fue poco lo que vimos, dedicándonos más bien a turistear por Unicentro, a comer marranitas y a esperar la conferencia de Armando Silva y un panel de María Inés Rodríguez con Virginia Torrente y Teodora Diamantopoulos que al final, una y otro, nos dejaron pensando en porqué el festival gastaba millones en invitar figurones internacionales que poco o nada decían, portándose como conquistadores que bajan indios del monte a punta de espejitos. Evidentemente los espacios artísticos en Europa pueden ofrecer soluciones interesantes y reflexiones importantes en un contexto institucional tan precario como el colombiano, pero, una cosa muy distinta, es vender esos espacios como nuevos, encantadores y contraculturales cuando todo el mundo sabe que son Instituciones con I mayúscula, que reciben el apoyo de un montón de organismos, fondos y fundaciones que pagan en euros y por adelantado. Armando Silva, por su parte, se esmeró en, al cabo de no sé cuánto tiempo, mostrarnos todas las virtudes de su nuevo libro. Él por lo menos realizó el performance de vendernos algo.

Era interesante ver cómo la gente se salía de la conferencia para ir al foyer a comprarle maletines y camisetas a Juan David, quien no sé si hizo un buen negocio, pero por lo menos se convirtió en un polo de distensión en el espacio somnífero de la Cámara de Comercio de Cali.

Al día siguiente, o tal vez no el siguiente sino otro después… con tanta borrachera una ya no sabe, cerró el Festival. Y entonces sí fue otra cosa. En unas bodegas abandonadas de la fábrica de licores se congregaba un montón de gente de forma desordenada: skaters, personas bailando como Dios las trajo al mundo (aunque a algunas Dios les hubiera regalado unos kilitos de más y a otras un gimnasio en casa), gente repartiendo coca (según me contaron, porque ni se olió), chicas tocando punk en un cuartico, señoras vendiendo cerveza, mexicanos locos y en calzoncillos haciendo una música pegajosa, personas haciendo graffittis, gente linda y fea, joven y vieja, con cara de ricos y de pobres y ricos pobres juntos todos en una cosa que suena, así como lo cuento, tan jipi como Woodstock pero que en realidad no lo era. Cada quien en su cuento sin que nadie creyera ser el hermano de nadie.

Entre conciertos de rock y rumores de que había gente desnuda por ahí logramos ver a Miki y a Sangre de Palomo; quienes sabían montaban tabla y quienes no, se la montábamos a quienes lo hacían. Mi amiga Elena se hacía pasar por Helena, la dueña de Helena Producciones, ante las cámaras de televisión que visitaban el evento. Al final, cuando ya todos se habían ido tras el fracaso de la fiesta de cierre del Festival, Mugre se subió al escenario sin que nadie los hubiera invitado para hacer llorar a los poquísimos asistentes que quedaban en la oscuridad de esa bodega.

Entender la dinámica y el sentido de estos eventos cuesta, y mucho, en la medida en que si no se parte de un ejercicio de observación muy fuerte y distante se termina, invariablemente, enfrentado a una serie de espectáculos crípticos, sosos y sin sentido. Sin embargo, en el fondo de toda la trivialidad subyacente al festival y a las posibles lecturas desprendidas de los trabajos, había en el ambiente algo que palpitaba con fuerza sin que nadie se tomara el trabajo de nombrarlo. Tal vez porque los artistas y los espectadores no suelen ya entender la práctica artística como un espacio de reflexión que trasciende el espacio inmediato de aquello que se está viendo y ejecutando.

Qué era ese pálpito. De dónde salía. Cómo podía estar ahí zafándose una y otra vez del objeto mismo del festival, eran preguntas que me hice entre trago y trago y entre un chisme y otro.

Sin respuesta.

Y sin embargo, puedo decir que si el Festival es un festival y no una feria o una bienal, es porque involucra en su raíz un componente redundantemente festivo gracias al cual el caos deja de tener una connotación peyorativa para convertirse en motor de nuevos desplazamientos y relaciones. Más como el Festival del burro, del porro o de la yuca que como la Bienal de Sao Paulo ó Art Basel ó Artbo. Al final, en medio del desorden, ya casi nadie era el curador de algo, o el comisario de nada sino Alessio, Teodora o Tania, a secas.

Todo el mundo sabe que el arte está más muerto que Hegel y, sin embargo, el Festival estaba vivo. Hervía, se desordenaba y colapsaba para que algo más se construyera en su lugar. Una cierta conciencia destructiva lo invadía todo y por eso mismo todo estaba bien. Y entonces no importaba el haber tenido que no dormir junto a siete personas en un cuarto de hotel, ni los mosquitos sedientos de sangre rola, ni que las obras presentadas hubieran parecido a veces impresentables o simplemente nunca presentadas.

Más allá de la crisis institucional y operativa que parecía rondar todo el mecanismo de Helena producciones, se situaba la certeza de que era humano lo que tenía lugar allí y no un metarrelato de estatus, éxito y consolidación financiera y estadística; el festival, siguiendo una lógica oscura, quizás heredada de la salsa o de la brujería, se desbarataba en vez de construirse, y en sus jirones hacía del arte, de forma no tan planeada como accidental, más un medio de congregación que ese fin comercial al que suelen aspirar todas las ferias, bienales y exhibiciones de arte en el mundo.

Paquita la del Barrio, cárcel del Buen Pastor, noviembre de 2006

Acta definitiva y verídica sobre el fallo del salón nacional de autistas

Agosto 28 de 2004
Reunidos en Bogotá, el día viernes 28 de agosto de 2004, el jurado conformado por Víctor Zamudio Taylor, Adriano Pedrosa y Nadín Ospina, llegó a las siguientes conclusiones: El género expositivo del Salón, que tiene sus orígenes en el siglo XIX, sigue siendo un mercado vigente que articula tendencias rentables dentro de las búsquedas del arte contemporáneo, en un contexto de arribismo cultural.

El Salón Nacional de artistas tiene una función clave en Colombia hoy en día, como en sus ediciones anteriores, por aglutinar las tendencias formales e inquietudes temáticas hegemónicas dentro del arte contemporáneo, derivadas de la homogeneidad expositiva que caracteriza al país. El jurado ha sido testigo de un espectáculo morboso y un parloteo descontextualizado sobre el arte contemporáneo que ha generado esta plataforma que convoca a un círculo cerrado e incestuoso.

El jurado encontró gran precariedad en las propuestas actuales que, si bien son de creadores de distintas generaciones, así como de regiones que tienen acceso desigual a la información, educación y foros discursivos sobre la producción artística, son de una calidad cuestionable en cuanto al uso de lenguajes formales internacionales para articular preocupaciones locales. No obstante, nos asalta un interrogante y planteamos la siguiente pregunta, ¿debe ser el Salón Nacional un salón de arte contemporáneo?

Y nos respondemos enseguida: No. El salón debe exhibir propuestas más decorativas y acordes con las necesidades de coleccionistas interesados en crear ambientes domésticos acogedores para quienes puedan pagar por las obras. Qué desilusión se deben haber llevado nuestros curadores ingleses ante tal carencia de distinción y glamour (salvo Jaime Ávila, quien siempre es muy glamoroso, bien vestido y portado, aunque esté sobornando gamines con monedas de doscientos un domingo en la ciclovía. Y luego, sin transición, salte a Sao Paulo y a Liverpool. Tan buen partido de la calle no sacó ni Omar Gordillo).

Más allá de este interrogante central, el jurado ha detectado varios núcleos temáticos que sobresalen y que atraviesan generaciones, regiones y resoluciones formales. Estas sugieren una relación consensuada que apunta hacia las especificidades de los prejuicios y representaciones que se viven en Colombia. Nos referimos a inquietudes en torno a lo urbano y sus cotidianidades (pornomiseria, arribismo arquitectónico, exotización de las herramientas de trabajo de la gente en la calle), también a asuntos de género (qué buen porno, aunque faltaron planos más cerrados de las mamadas y demás prácticas que tanto gustan a los hombres y asquean a seudocríticas seudofeministas y possudas, así como más definición en la imagen de los protagonistas... hay tanto por aprender de la industria norteamericana) y a temas de carácter antropológico (es decir relativos a la conducta misma y la interacción social en cócteles y cenas de los artistas participantes).

El jurado, unánimemente, otorga menciones honoríficas a las obras, procedentes de la convocatoria de Salones Regionales, de tres artistas destacados por su depuración formal y, por consiguiente, facilidad de comercialización: A "Plano Transitorio", de Milena Bonilla, en tanto que su obra registra intervenciones en un micromundo (¿en un micromundo, o en un microbus?, de uso cotidiano citadino. Ella representa, con materiales y técnicas de labor femenina y del entorno doméstico, y con mucha humildad, eso sí, el papel que le debería corresponder a la mujer en la sociedad. Que las esposas de nuestros buseteros aprendan cómo es que se le remienda la cojinería al marido, caray.
A la obra "Sin título" (aunque debería llamarse “Sin Título Inmobiliario”), de Eduardo Consuegra, por el uso de la fotografía urbana -de tradición internacional- con el fin de representar la melancolía de un joven pequeñoburgués por su entorno socioarquitectónico perdido.
A "Matrimonio y Mortaja", de Adolfo Cifuentes, por su instalación monocromática, la cual representa un retorno a los linderos más aburridos y rentables del arte de los ochenta.

El jurado, unánimemente, otorga el premio, procedente de la convocatoria de los Salones Regionales, a la obra ¨La fábrica de oro y piedras preciosas", de Adriana Arenas. Trabajo que, si no estoy mal, proviene de la región delimitada por el río Hudson. Dicho trabajo refuerza, a través de una conjugación de nuevos medios, los clichés étnicos más aburridos de la retórica colonial, a la vez que presenta una exotización del otro mediada y digerida por el lenguaje de la reseña turística.

El jurado otorga, a la Convocatoria de Artistas con trayectoria de varios años, menciones honoríficas a tres artistas por su aparente complejidad, su manido rigor y su experimentación estandarizada:

A "El tiempo se mueve despacio", de María Teresa Hincapié, por la tenacidad (pues es tenaz sin duda hacer durante más de 20 años la misma obra con distintos nombres) y profundidad (nos referimos a la noción "sueño profundo") de la obra, la cual aborda la noción de aburrimiento de manera somnífera para subrayar lugares comunes de gran actualidad en los campos de la subjetividad mediada, el cuerpo comercializado y la política del no tener nada por decir.

A "Corte en el ojo", de Miguel Ángel Rojas, por su rigurosa, precisa, y compleja articulación, tan rigurosa, precisa y compleja como tooodo lo demás que hemos mencionado hasta el momento, es decir todo.

A "La limpieza de los establos de Augías", del Colectivo Mapa Teatro, pues ¿cómo podríamos dejar a Rolf por fuera del pastel, si además se esforzó por mostrarse tan políticamente correcto como siempre? “Teatro, lo tuyo es puro teatro...”

El jurado, de manera unánime, otorga a la convocatoria de artistas con trayectoria de más de diez años, el premio a "Re-trato", de Oscar Muñoz. Esta propuesta alcanza un gran valor poético al fusionar el uso económico y riguroso de un género tan tradicional como el retrato, con el dibujo como modo de pensamiento, para elaborar una obra sobre lo efímero y la memoria. Lástima eso sí el video, Osquitar, los dibujitos sueltos se habrían vendido mejor...
Firmado, Paquita

Agradecimientos a:
Víctor Zamudio Taylor
Adriano Pedrosa
Nadín Ospina

la lógica operativa del futuro

Habría que empezar por determinar a qué se refiere el tropo ‘espacio público’, así como buscar los modos de entendimiento sobre lo que el término ‘público’ indica. ¿Es lo público un proceso de constitución de realidad construido a partir de un consenso generalizado sobre las condiciones de esa realidad, es un cliché ‘democrático’ de las instituciones que se aseguran, con el término ‘público’, de aparentar la representación de una comunidad determinada cuando actúan de hecho en favor de un conglomerado económico privado, o es, en definitiva, una apropiación de la lógica mediática efectuada a partir de los valores de la imagen espectacular? Es decir, ¿son lo público y el espacio público condiciones reales, o son más bien representaciones de una realidad que se pretende jugar a partir de la imagen? ¿No se construye lo público más en el disenso y la fricción que en el consenso habermasiano? ¿Qué pasa si no queremos vivir “todos del mismo lado”?

Y lo digo porque, cuando se inauguró hace dos años el evento arborizarte, ustedes recordarán, se invadieron calles y plazoletas de Bogotá con esos muy cuestionables productos artísticos, y nadie protestó, siendo que estos objetos, además de feos, yo diría inmundos, eran peligrosos. Sí, como lo oyen, peligrosos. O ¿muchos no eran pedazos de lata retorcida u oxidada con cortes irregulares y grandes puntas que atacaban a los transeúntes? ¿Dónde estaba la defensoría del espacio público para retirar esos objetos que invadían el espacio, entorpecían el desplazamiento y ponían en riesgo la vida de niños, ancianos y caminantes desprevenidos? ¿No estorban en los andenes los paneles del Fotomuseo? ¿No se quebraron muchos comerciantes establecidos, de los que pagan impuestos, por cuenta de la instalación de bolardos a lo largo y ancho de la ciudad?

Andenes para la gente. Y la gente es la que está en la calle, la que necesita comer a diario algo más que eso que le toca al coronel garciamarquiano en el último párrafo de un libro. Andenes para la gente. ¿Cuántos de ustedes, quienes tengan hijos, los dejarían jugando en un andén, digamos, en la carrera décima con veintidós, ya que el andén es para la gente y la gente parece empezar a ser, en este debate, ese grupo social que tiene solucionadas sus necesidades básicas de vivienda, recreación y alimentación? ¿Cuántos de ustedes pretenden luchar por ese derecho a solazarse en plena vía pública y desierta? ¿Acaso sólo es gente la que se siente violentada porque la apretujan o la rozan en el andén, porque le arrugan el vestidito de paño con los empujones en transmilenio, los que andan solitos en sus carros con los vidrios arriba y el estéreo a toda para que el mundo no los perturbe y gentuza fea no les hable ni les robe la cartera o el celular? ¿Qué es ‘gente’? ¿Cuántos de los que reclaman su espacio público salen los domingos a pintar con caballete escenas callejeras cual parisinos paseistas? Entonces, no sólo todo lo anterior, sino ¿para qué el dichoso espacio público? ¿Quieren un espacio público muerto? ¿Andenes para la gente como los de la Cabrera, Santa Bárbara o el Polo (por supuesto no el democrático), por los que no pasa nadie?

El señor Fernando Lecaros dice que el comercio callejero sólo favorece, como máximo, a un millar de potenciales desempleados, con lo que comprueba que no ha pasado por la trece con séptima últimamente, ya que sólo allí, en esa cuadra, puede haber alrededor de 200 personas ofreciendo servicios y productos diversos, sin contar por supuesto a los esmeralderos. Apenas las familias de esos 200 ‘ambulantes’, como él los llama, suman fácilmente 1000. Señor Lecaros, ¿está escribiendo desde Davos?

¿Por qué los ‘árboles’ de arborizarte se podían ofrecer en plena vía pública, si también tenían un fin comercial? ¿Es que las viudas de los policías, con todo respeto, sí pueden obtener de la calle lo que les está prohibido a los vendedores informales? ¿No patrocina una multinacional de productos fotográficos al fotomuseo, y no es eso entonces actividad comercial en espacio público? ¿No se hizo la campaña ‘Exprésate’, de la ETB, a partir de imágenes de vendedores ambulantes, payasos de restaurante y estatuas humanas, todos potencialmente prohibidos por el código de policía? ¿Acaso estas personas pueden existir como imagen exótica neutralizada por la publicidad corporativa pero no como protagonistas de una disputa por la supervivencia real?

Lo peor de todo, señor Lecaros, es su pretensión estetizante, por la que quiere tener una ciudad ‘limpia’ y ‘bonita’, esperando que la mera ausencia de gente pobre actúe el milagrito. Si a Bogotá le dicen la Atenas suramericana tal vez sea porque sólo es ruinas. ¿Cree usted que por fuerza de ley se van a solucionar problemas tan serios de configuración urbana, marginalidad y justicia social?

Lo que pone don Fernando en escena es la voluntad de mantenimiento de una relación hegemónica de poder, hoy por hoy imposible y destinada entonces a desaparecer, frente a unas prácticas emergentes de resocialización y aprovechamiento de las ciudades, que cada vez cobran más fuerza. Hacia el año 2015, el 80% de la población mundial vivirá en apenas 15 ciudades, y si no estoy mal, Bogotá es una de ellas. Proyectos arquitectónicos como Mutaciones, en el que participa, entre otros, el arquitecto Rem Koolhass, ponen sobre la mesa la inminencia de estos fenómenos de habitación urbana, ineludibles y desesperados, a los que ninguna administración distrital de ninguna ciudad en el mundo les podrá hacer frente de una manera eficaz. Pero sí la gente que migra y sufre la calle, como lo demuestra la explosión demográfica en ciudades como Lagos o Mumbay (antes Bombay), donde habita el 15% de la gente pobre del planeta y que, a pesar de no contar con la mínima infraestructura, ha podido vivir allí a punta de ingenio, organización social y mucha observación del entorno.

Entender estos fenómenos en términos de Inserción, tal cual Cildo Meireles en los 70, o como Zonas Autónomas Transitorias, según la noción acuñada por Hakim Bey, nos permite ver el problema como formas de producción de signos, en organizaciones sociales unidas a partir de contingencias específicas, y gracias a la aplicación de lógicas de diseminación viral pasadas al campo de la supervivencia económica y la supervivencia a secas.

Ver en los andenes el pollo transgénico (con orejas de conejo), el rallador de papa multiusos, los afiches de tetas de millos y nacional, las camisetas chinas y los cd’s de Reggaeton a $2000 eficientemente ofrecidos por personas que consiguen lo que uno necesita con apenas un silbido, que saben cuándo desaparecer porque llegó el camión de la policía y que pueden rearmar sus tenderetes con una agilidad increíble, me habla más de la ciudad del futuro, de las condiciones de unas nuevas formas de solidaridad para la supervivencia, y del mundo en general, que los desteñidos arbolitos de lata de los que se ufanan las administraciones distritales, los gestores culturales y los artistas en general.

Comprar pilas sqny y sacos Tony Falcony me hace sentir parte de una ciudad viva, que flota gracias a una economía de signos manejada con maestría, y que logra agruparse eficazmente para sacar adelante un proyecto común de la vida real, sin espectáculos, modulaciones empresariales ni intervención institucional en apoyo de dignidades heridas y retardatarias.

Den una vuelta por el centro, compren chucherías hasta ahora inexistentes y vean a “la Bogotá que queremos” con los ojos del mañana. Señor pasajero: pague con sencillo, siga por el pasillo y cuide su bolsillo.

Con cariño, Paquita.