El bus de expreso bolivariano salió a las 10:20 p.m. Siete personas y una botella de aguardiente llanero enfilábamos nuestras perspectivas de una noche sin dormir hacia el fin último de llegar a Cali para ver el festival de performance. Unos como participantes y otros en calidad de simples chismosos sorteamos las 10 horas de intenso aire acondicionado y curvas de vómito en la línea.
A las 8 de la mañana llegamos al Terminal. La botella de llanero y una posterior de tapa roja habían hecho algo de estragos en nuestros organismos. Desayunar no fue lo mejor que pudimos hacer, y los turistas nunca deberían intentarlo en los locales que rodean a las estaciones de transporte intermunicipal. La comida, si así podía llamarse, no hacía honor a las leyendas de fabulosas marranitas y exquisitos cholados, sustituidos por un grasoso arroz con huevos pericos y un café con leche que no tenía café ni leche pero sí rastros múltiples de haber sido servido y reservido en pocillos nunca tocados por el agua y el jabón.
A pesar de todo, el día avanzó y nosotros, en calidad de chismosos y artistas participantes pero no invitados, llegamos con nuestras maletas a un hotel de medio pelo cerca de la plaza de Caicedo. El sitio era, al parecer, el escampadero gay de Cali. Nada de hotel Aristi ni tiquetes aéreos; el festival más allá de todas las ganas de nuestro grupo se enfrentaba a un primer escenario de estatus: ¿estás en el Aristi, o estás en nada?
Claro, yo nada que ver. Ya era mucha gracia haberme escapado de mi antiguo trabajo en la tiendita bogotana de souvenires para turistas con el único objetivo de ver quién se amputaba qué o quién hacía qué con su propia caca en esta entrega del festival. O claro, ver si de repente algo distinto me saltaba encima para hacerme tragar mis palabras.
El día de mi llegada algo había pasado ya, así que desconozco la programación del día uno y el dos, pero el tres me dejó un sabor agridulce.
Por la tardecita, en la plazoleta del CAM, alguien empujaba una caja fuerte y le pedía monedas al público hasta que fue sustituido por unos rolitos que se dedicaron a bañar gamines y sembrar cizaña alrededor de los figurones del arte caleño y del lifestyle traqueto. La gente creía al comienzo que era una broma para También Caerás, pero luego el ambiente ya no era chistoso y sí más bien rancio. Indigentes limpios y almorzados vistiendo camisetas blancas que decían “Obra Social” rodeaban la plaza mirando a ver si podían ganarse un almuercito de más a costa de las artistadas de la excursión cultural de rolos y extranjeros. Porque claro, aunque yo no los vi, por ahí rondaban los de Gasworks, los de Metal y los del Príncipe Claus viendo qué panorama se perfilaba en medio de la pobreza de la escena performera colombiana. El ambiente se relajó cuando se fueron los gamines y llegaron los rimembers a hacer covers rockeros con su chambonada de siempre. Satisfaction y My Generation le sacaron risas, y una que otra moneda, al público de la plaza.
Con la cosa así, ya no quedaba mucho y como siempre pasa en estos eventos, el eje de la actividad se desplazó a uno dos y tres bares distintos para tomar cerveza, socializar con desconocidos a los que maravilla todo lo que pasa en el trópico y terminar rajando de los chistecitos de artistas y de lo que dijeron Oscar y Sally y Wilson y Fernando y todos los demás. Porque, quiérase o no, así es el mundillo del arte. Como todos los demás. El concierto de El Cantante en Zaperoco bar fue un buen marco para irse emborrachando hasta perder los pocos escrúpulos que le quedaban a las malas lenguas del festival. Aunque el sabor indefinible del aguardiente blanco del Valle no emocionara demasiado a la concurrencia. Por favor, produzcan uno que se llame Negro.
Al día siguiente fue poco lo que vimos, dedicándonos más bien a turistear por Unicentro, a comer marranitas y a esperar la conferencia de Armando Silva y un panel de María Inés Rodríguez con Virginia Torrente y Teodora Diamantopoulos que al final, una y otro, nos dejaron pensando en porqué el festival gastaba millones en invitar figurones internacionales que poco o nada decían, portándose como conquistadores que bajan indios del monte a punta de espejitos. Evidentemente los espacios artísticos en Europa pueden ofrecer soluciones interesantes y reflexiones importantes en un contexto institucional tan precario como el colombiano, pero, una cosa muy distinta, es vender esos espacios como nuevos, encantadores y contraculturales cuando todo el mundo sabe que son Instituciones con I mayúscula, que reciben el apoyo de un montón de organismos, fondos y fundaciones que pagan en euros y por adelantado. Armando Silva, por su parte, se esmeró en, al cabo de no sé cuánto tiempo, mostrarnos todas las virtudes de su nuevo libro. Él por lo menos realizó el performance de vendernos algo.
Era interesante ver cómo la gente se salía de la conferencia para ir al foyer a comprarle maletines y camisetas a Juan David, quien no sé si hizo un buen negocio, pero por lo menos se convirtió en un polo de distensión en el espacio somnífero de la Cámara de Comercio de Cali.
Al día siguiente, o tal vez no el siguiente sino otro después… con tanta borrachera una ya no sabe, cerró el Festival. Y entonces sí fue otra cosa. En unas bodegas abandonadas de la fábrica de licores se congregaba un montón de gente de forma desordenada: skaters, personas bailando como Dios las trajo al mundo (aunque a algunas Dios les hubiera regalado unos kilitos de más y a otras un gimnasio en casa), gente repartiendo coca (según me contaron, porque ni se olió), chicas tocando punk en un cuartico, señoras vendiendo cerveza, mexicanos locos y en calzoncillos haciendo una música pegajosa, personas haciendo graffittis, gente linda y fea, joven y vieja, con cara de ricos y de pobres y ricos pobres juntos todos en una cosa que suena, así como lo cuento, tan jipi como Woodstock pero que en realidad no lo era. Cada quien en su cuento sin que nadie creyera ser el hermano de nadie.
Entre conciertos de rock y rumores de que había gente desnuda por ahí logramos ver a Miki y a Sangre de Palomo; quienes sabían montaban tabla y quienes no, se la montábamos a quienes lo hacían. Mi amiga Elena se hacía pasar por Helena, la dueña de Helena Producciones, ante las cámaras de televisión que visitaban el evento. Al final, cuando ya todos se habían ido tras el fracaso de la fiesta de cierre del Festival, Mugre se subió al escenario sin que nadie los hubiera invitado para hacer llorar a los poquísimos asistentes que quedaban en la oscuridad de esa bodega.
Entender la dinámica y el sentido de estos eventos cuesta, y mucho, en la medida en que si no se parte de un ejercicio de observación muy fuerte y distante se termina, invariablemente, enfrentado a una serie de espectáculos crípticos, sosos y sin sentido. Sin embargo, en el fondo de toda la trivialidad subyacente al festival y a las posibles lecturas desprendidas de los trabajos, había en el ambiente algo que palpitaba con fuerza sin que nadie se tomara el trabajo de nombrarlo. Tal vez porque los artistas y los espectadores no suelen ya entender la práctica artística como un espacio de reflexión que trasciende el espacio inmediato de aquello que se está viendo y ejecutando.
Qué era ese pálpito. De dónde salía. Cómo podía estar ahí zafándose una y otra vez del objeto mismo del festival, eran preguntas que me hice entre trago y trago y entre un chisme y otro.
Sin respuesta.
Y sin embargo, puedo decir que si el Festival es un festival y no una feria o una bienal, es porque involucra en su raíz un componente redundantemente festivo gracias al cual el caos deja de tener una connotación peyorativa para convertirse en motor de nuevos desplazamientos y relaciones. Más como el Festival del burro, del porro o de la yuca que como la Bienal de Sao Paulo ó Art Basel ó Artbo. Al final, en medio del desorden, ya casi nadie era el curador de algo, o el comisario de nada sino Alessio, Teodora o Tania, a secas.
Todo el mundo sabe que el arte está más muerto que Hegel y, sin embargo, el Festival estaba vivo. Hervía, se desordenaba y colapsaba para que algo más se construyera en su lugar. Una cierta conciencia destructiva lo invadía todo y por eso mismo todo estaba bien. Y entonces no importaba el haber tenido que no dormir junto a siete personas en un cuarto de hotel, ni los mosquitos sedientos de sangre rola, ni que las obras presentadas hubieran parecido a veces impresentables o simplemente nunca presentadas.
Más allá de la crisis institucional y operativa que parecía rondar todo el mecanismo de Helena producciones, se situaba la certeza de que era humano lo que tenía lugar allí y no un metarrelato de estatus, éxito y consolidación financiera y estadística; el festival, siguiendo una lógica oscura, quizás heredada de la salsa o de la brujería, se desbarataba en vez de construirse, y en sus jirones hacía del arte, de forma no tan planeada como accidental, más un medio de congregación que ese fin comercial al que suelen aspirar todas las ferias, bienales y exhibiciones de arte en el mundo.
Paquita la del Barrio, cárcel del Buen Pastor, noviembre de 2006
A las 8 de la mañana llegamos al Terminal. La botella de llanero y una posterior de tapa roja habían hecho algo de estragos en nuestros organismos. Desayunar no fue lo mejor que pudimos hacer, y los turistas nunca deberían intentarlo en los locales que rodean a las estaciones de transporte intermunicipal. La comida, si así podía llamarse, no hacía honor a las leyendas de fabulosas marranitas y exquisitos cholados, sustituidos por un grasoso arroz con huevos pericos y un café con leche que no tenía café ni leche pero sí rastros múltiples de haber sido servido y reservido en pocillos nunca tocados por el agua y el jabón.
A pesar de todo, el día avanzó y nosotros, en calidad de chismosos y artistas participantes pero no invitados, llegamos con nuestras maletas a un hotel de medio pelo cerca de la plaza de Caicedo. El sitio era, al parecer, el escampadero gay de Cali. Nada de hotel Aristi ni tiquetes aéreos; el festival más allá de todas las ganas de nuestro grupo se enfrentaba a un primer escenario de estatus: ¿estás en el Aristi, o estás en nada?
Claro, yo nada que ver. Ya era mucha gracia haberme escapado de mi antiguo trabajo en la tiendita bogotana de souvenires para turistas con el único objetivo de ver quién se amputaba qué o quién hacía qué con su propia caca en esta entrega del festival. O claro, ver si de repente algo distinto me saltaba encima para hacerme tragar mis palabras.
El día de mi llegada algo había pasado ya, así que desconozco la programación del día uno y el dos, pero el tres me dejó un sabor agridulce.
Por la tardecita, en la plazoleta del CAM, alguien empujaba una caja fuerte y le pedía monedas al público hasta que fue sustituido por unos rolitos que se dedicaron a bañar gamines y sembrar cizaña alrededor de los figurones del arte caleño y del lifestyle traqueto. La gente creía al comienzo que era una broma para También Caerás, pero luego el ambiente ya no era chistoso y sí más bien rancio. Indigentes limpios y almorzados vistiendo camisetas blancas que decían “Obra Social” rodeaban la plaza mirando a ver si podían ganarse un almuercito de más a costa de las artistadas de la excursión cultural de rolos y extranjeros. Porque claro, aunque yo no los vi, por ahí rondaban los de Gasworks, los de Metal y los del Príncipe Claus viendo qué panorama se perfilaba en medio de la pobreza de la escena performera colombiana. El ambiente se relajó cuando se fueron los gamines y llegaron los rimembers a hacer covers rockeros con su chambonada de siempre. Satisfaction y My Generation le sacaron risas, y una que otra moneda, al público de la plaza.
Con la cosa así, ya no quedaba mucho y como siempre pasa en estos eventos, el eje de la actividad se desplazó a uno dos y tres bares distintos para tomar cerveza, socializar con desconocidos a los que maravilla todo lo que pasa en el trópico y terminar rajando de los chistecitos de artistas y de lo que dijeron Oscar y Sally y Wilson y Fernando y todos los demás. Porque, quiérase o no, así es el mundillo del arte. Como todos los demás. El concierto de El Cantante en Zaperoco bar fue un buen marco para irse emborrachando hasta perder los pocos escrúpulos que le quedaban a las malas lenguas del festival. Aunque el sabor indefinible del aguardiente blanco del Valle no emocionara demasiado a la concurrencia. Por favor, produzcan uno que se llame Negro.
Al día siguiente fue poco lo que vimos, dedicándonos más bien a turistear por Unicentro, a comer marranitas y a esperar la conferencia de Armando Silva y un panel de María Inés Rodríguez con Virginia Torrente y Teodora Diamantopoulos que al final, una y otro, nos dejaron pensando en porqué el festival gastaba millones en invitar figurones internacionales que poco o nada decían, portándose como conquistadores que bajan indios del monte a punta de espejitos. Evidentemente los espacios artísticos en Europa pueden ofrecer soluciones interesantes y reflexiones importantes en un contexto institucional tan precario como el colombiano, pero, una cosa muy distinta, es vender esos espacios como nuevos, encantadores y contraculturales cuando todo el mundo sabe que son Instituciones con I mayúscula, que reciben el apoyo de un montón de organismos, fondos y fundaciones que pagan en euros y por adelantado. Armando Silva, por su parte, se esmeró en, al cabo de no sé cuánto tiempo, mostrarnos todas las virtudes de su nuevo libro. Él por lo menos realizó el performance de vendernos algo.
Era interesante ver cómo la gente se salía de la conferencia para ir al foyer a comprarle maletines y camisetas a Juan David, quien no sé si hizo un buen negocio, pero por lo menos se convirtió en un polo de distensión en el espacio somnífero de la Cámara de Comercio de Cali.
Al día siguiente, o tal vez no el siguiente sino otro después… con tanta borrachera una ya no sabe, cerró el Festival. Y entonces sí fue otra cosa. En unas bodegas abandonadas de la fábrica de licores se congregaba un montón de gente de forma desordenada: skaters, personas bailando como Dios las trajo al mundo (aunque a algunas Dios les hubiera regalado unos kilitos de más y a otras un gimnasio en casa), gente repartiendo coca (según me contaron, porque ni se olió), chicas tocando punk en un cuartico, señoras vendiendo cerveza, mexicanos locos y en calzoncillos haciendo una música pegajosa, personas haciendo graffittis, gente linda y fea, joven y vieja, con cara de ricos y de pobres y ricos pobres juntos todos en una cosa que suena, así como lo cuento, tan jipi como Woodstock pero que en realidad no lo era. Cada quien en su cuento sin que nadie creyera ser el hermano de nadie.
Entre conciertos de rock y rumores de que había gente desnuda por ahí logramos ver a Miki y a Sangre de Palomo; quienes sabían montaban tabla y quienes no, se la montábamos a quienes lo hacían. Mi amiga Elena se hacía pasar por Helena, la dueña de Helena Producciones, ante las cámaras de televisión que visitaban el evento. Al final, cuando ya todos se habían ido tras el fracaso de la fiesta de cierre del Festival, Mugre se subió al escenario sin que nadie los hubiera invitado para hacer llorar a los poquísimos asistentes que quedaban en la oscuridad de esa bodega.
Entender la dinámica y el sentido de estos eventos cuesta, y mucho, en la medida en que si no se parte de un ejercicio de observación muy fuerte y distante se termina, invariablemente, enfrentado a una serie de espectáculos crípticos, sosos y sin sentido. Sin embargo, en el fondo de toda la trivialidad subyacente al festival y a las posibles lecturas desprendidas de los trabajos, había en el ambiente algo que palpitaba con fuerza sin que nadie se tomara el trabajo de nombrarlo. Tal vez porque los artistas y los espectadores no suelen ya entender la práctica artística como un espacio de reflexión que trasciende el espacio inmediato de aquello que se está viendo y ejecutando.
Qué era ese pálpito. De dónde salía. Cómo podía estar ahí zafándose una y otra vez del objeto mismo del festival, eran preguntas que me hice entre trago y trago y entre un chisme y otro.
Sin respuesta.
Y sin embargo, puedo decir que si el Festival es un festival y no una feria o una bienal, es porque involucra en su raíz un componente redundantemente festivo gracias al cual el caos deja de tener una connotación peyorativa para convertirse en motor de nuevos desplazamientos y relaciones. Más como el Festival del burro, del porro o de la yuca que como la Bienal de Sao Paulo ó Art Basel ó Artbo. Al final, en medio del desorden, ya casi nadie era el curador de algo, o el comisario de nada sino Alessio, Teodora o Tania, a secas.
Todo el mundo sabe que el arte está más muerto que Hegel y, sin embargo, el Festival estaba vivo. Hervía, se desordenaba y colapsaba para que algo más se construyera en su lugar. Una cierta conciencia destructiva lo invadía todo y por eso mismo todo estaba bien. Y entonces no importaba el haber tenido que no dormir junto a siete personas en un cuarto de hotel, ni los mosquitos sedientos de sangre rola, ni que las obras presentadas hubieran parecido a veces impresentables o simplemente nunca presentadas.
Más allá de la crisis institucional y operativa que parecía rondar todo el mecanismo de Helena producciones, se situaba la certeza de que era humano lo que tenía lugar allí y no un metarrelato de estatus, éxito y consolidación financiera y estadística; el festival, siguiendo una lógica oscura, quizás heredada de la salsa o de la brujería, se desbarataba en vez de construirse, y en sus jirones hacía del arte, de forma no tan planeada como accidental, más un medio de congregación que ese fin comercial al que suelen aspirar todas las ferias, bienales y exhibiciones de arte en el mundo.
Paquita la del Barrio, cárcel del Buen Pastor, noviembre de 2006